- Yilian Cañizares aportó, en la tercera edición del Festival de Jazz, calidez humana y ofreció lo mejor de sí misma
Fuente: Rafael Marfil (Granada Hoy)
Una noche de simpatía y espiritualidad afrocubana, de ritmos y cánticos con sabor y con cierto toque de santería, pero con destellos de otras músicas. Con aires celtas, por mencionar el certamen granadino de folk. El mítico grupo América hablaba de su hermana del cabello dorado, Sister Golden Hair, y Yilian Cañizares es, desde este concierto y gracias a la luz cenital, la nuestra, la del Festival. Su música llevó al público a otras latitudes emocionales, sin la más mínima señal del universo Monk o Mingus, que es al que acostumbra la afición. Ni siquiera de Paquito D’Rivera o Chucho Valdés, aunque cuenta con la admiración de este último y ha trabajado con él. Esto era otra cosa, mucho más ligera y, a la vez, profunda. Se agradece la honestidad y las palabras de la líder de esta formación, aquella niña prodigio cubana que descubrió el jazz para ganar en 2008 la competición del Festival de Jazz de Montreux. En esta tercera sesión del festival aportó, sobre todo, calidez humana, bajándose a cantar con el público, bailando, escondiéndose a veces en su pelo, enamorándose de Granada en su primera vez y ofreciendo lo mejor de sí misma en su momento vital y biográfico, es decir, su sentir. No vino a tocar de memoria sin mirar a la sala, desde luego. Quiso que nos viéramos las caras y que se encendieran las luces en varias ocasiones. Y eso remueve, porque la guarida del aficionado al jazz es la oscuridad.
Se echaba de menos, eso sí, algo más de discurso musical por su parte, de fraseo, porque puede, pero la lección de esa tercera jornada del festival es que no todo es eso. Lo que trasciende de la música es mucho más. Hoy, los festivales de jazz ensanchan su visión, amplían el horizonte y miran a las músicas del mundo. Eso genera un debate que va más allá de esta crítica. Quedó clara la heterodoxia que caracteriza a esta artista, según la describía la directora del festival, Mariche Huertas, en la presentación, una nueva costumbre que tiene mucho de didáctico y se agradece, te sitúa y representa una bienvenida para el profano, que empieza a sentirse como en casa. Y quedó claro que Ylian Cañizares crea atmósferas. Basta con ver los videoclips de sus trabajos, como Plumas en el viento o Erzulie, o la banda sonora con Omar Sosa de una producción audiovisual de animación.
Merece la pena revisar lo ocurrido musicalmente. Por un lado, una excelente violinista, pero que ya ha soltado lo obsesivo de su formación, en la escuela rusa de esa Cuba que miraba todavía reverencialmente a lo soviético, complementando su aprendizaje en Suiza. Y se ha desinhibido tanto del perfeccionismo, que ha optado por lo humano, por lo espiritual, por el amor a la tierra y al planeta. Por algo ha sido nombrada Embajadora de las Naciones Unidas para los Océanos. Precisamente Aguas se titulaba su disco de 2018, pero es que el trabajo más reciente es Resilence, elaborado durante la pandemia, ejemplo de la conexión de esta compositora con los problemas del mundo, intentando ofrecer soluciones. Eso hace que el sonido de su violín tenga más fuerza y rotundidad que aquella precisión y sensibilidad que recordamos de Stéphane Grapelli o Joe Venuti, aunque lo común es la lógica instrucción clásica para implosionar después en su propio contexto. Somos hijos de nuestra época y de nuestras orteguianas circunstancias. Además, Cañizares canta tanto o más que toca, tocando fugazmente los teclados para animar al público a participar.
El batería y percusionista Inor Sotolongo hizo un trabajo muy serio y correcto, y no es nunca tarea fácil en un concierto que fue sumergiéndose, progresivamente, en una atmósfera afrocubana. Un oficio adquirido no solo también en su formación de conservatorio en La Habana, sino acompañando fuera del jazz a mitos como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Sin embargo, el papel del bajista mozanbiqueño, Childo Tomás, aseguró la conexión con África. La voz del bajo eléctrico se situaba, extraordinariamente, a la altura de la cantante, como si quisiera actuar a coro, creando una peculiar sensación armónica. Destacaron especialmente sus conversaciones con la líder de la formación, tanto instrumentales como en el uso vocal del scat por parte de ambos, con ese falsete en una voz africana que siempre recuerda a Richard Bona en el contexto de un festival de jazz. Sin embargo, lo mejor con diferencia era su acompañamiento con guitarra, con un tratamiento del sonido especialmente delicado. Como plumas en el viento, cantaban, y así podríamos sentirnos.
Con el alma ensanchada, ya en el tramo final del concierto, tuvimos ocasión de hacer un pequeño homenaje conjunto a Yemayá, la diosa orisha del mar y la fertilidad. Nadie mejor que esta embajadora de mares y océanos para descubrirnos en pie y, hasta donde es capaz de moverse un aficionado al jazz, más acostumbrado a la reposada analítica, que hay muchos tipos de rezos. Puede que Tchaikovsky sugiriera esto mismo en su danza de la diosa del Cascanueces. En cualquier caso, allí nos vimos, bailando, sonriendo e invocando a esa divinidad, que ojalá nos haya escuchado y nos ayude a luchar contra el desierto geográfico y emocional que es a veces el mundo.